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1921
Don Amaranto de Fraile, a quien conocí hace muchos años en una casa dehuéspedes, era, sin duda, un hombre fuera de lo común, no menos por latraza corporal cuanto por su inteligencia, carácter y costumbres. Algúndía quizá se me ocurra referir por lo menudo lo que hube de averiguar desu vida, y sobre todo recoger por curiosidad sus doctrinas, opiniones,aforismos y paradojas; de donde pudiera resultar un libro que si noemula las Memorabilia en que Xenofonte dejó reverente y filialrecuerdo de su maestro Sócrates, será de seguro porque ando yo tan lejosde Xenofonte como don Amaranto se aproximaba, tal cual vez, a Sócrates:un Sócrates de tres pesetas, con principio. Pero todo esto no convieneahora a mi propósito.
Cuando yo le conocí pasaba ya de los sesenta este varón extraordinario.Había vivido veinte años en la misma casa de huéspedes, aquella en dondeyo di con él, y otros veinticinco en otras muchas casas de huéspedes. Esdecir, que se había pasado la vida en casas de huéspedes. La tal casa,en donde al Destino plugo juntarnos pasajeramente, era repugnante detodo punto. Pasé allí sólo dos meses, y eso porque la simpatía ydeleitoso magisterio de don Amaranto me persuadieron a dilatar miestada. Su irónica pedantería y pintoresca erudición me encantaban; perolo que más me movía a venerar a don Amaranto era el hecho de que hubierapermanecido tantos años en semejante alojamiento, soportando como si talcosa, sin perder de romana en lo físico ni la ecuanimidad interior,privaciones, entrometimientos, escándalos, desaliños, ponzoñas; en suma,un trato miserable y homicida. Y es que había profesado pertenecer a lascasas de huéspedes, como a una orden religiosa, y hecho voto de pupilajeperpetuo. Él mismo me lo declaró un día, de sobremesa. Digo desobremesa, que no de sobrecomida. Un detalle de las sobremesas deaquella casa, es que no había palillos de dientes; no por razones deeconomía, ni menos por escrúpulos de aseo y urbanidad, como es uso entreanglosajones, los cuales consideran el acto de mondar las rendijas de ladentadura como una necesidad de orden vergonzoso y clandestino, sinoporque no había ocasión, y por ende los palillos holgaban. Condumios yviandas eran los primeros harto flúidos y las otras de estructurademasiado coherente y compacta para la herramienta dental humana, demanera que no permanecía residuo alguno entre los dientes.
—En el Ática—me dijo aquel día de sobremesa don Amaranto, ostentandodidácticamente un tenedor de peltre, al modo de férula—se iba a buscarla sabiduría al mercado o bajo el pórtico de Júpiter Liberador, dondeSócrates, con palabra ligera y gesto sonriente, parteaba, como avezadacomadrona, el alumbramiento de las ideas; al huerto umbrátil de Academo,donde Platón, de hombros anchos y labios melifluos, empollaba en lasalmas jóvenes los alados anhelos con que volasen de lo sensible a loabsoluto; en el Liceo, donde el seco Estagirita desmontaba en piezas lamáquina del mundo, y mostraba sus relaciones, ensambladuras y modo defuncionar. En la Edad Media, los silos del saber de entonces y de lopoco que de la antigüedad aún quedaba fueron los monasterios. Luego, laciencia se acogió a las universidades. En nuestros días, la mejoruniversidad, el verdadero convento, el más cumplido liceo, el máspoblado huerto de Academo, y el más genuino trasunto del pórtico deJúpiter Liberador y del clás