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1922
Habíase convertido don Manuel en un soñador quejoso. Hacía tiempo queparecían extinguidas en él aquellas ráfagas de alegría loca que, detarde en tarde, solían sacudirle, agitando toda la casa.
En tales ocasiones, parecía don Manuel un delirante. Todo su cuerpo seconmovía con el huracán de aquel extraño gozo que le hacía cantar,correr, tocar el piano y reirse a carcajadas. Mirábanle entonces,compadecidos, los criados, y la vieja Rita, haciéndose cruces en unrincón, desgranaba su rosario a toda prisa, murmurando:
—Son los malos…, los malos…; siempre estuvo el mi pobreposeído….
Carmencita seguía los pasos acelerados de su padrino, pálida ysilenciosa, prestando un dulce asentimiento a aquella alegríadisparatada y sonriendo con mucha tristeza.
En algunas de estas extrañas crisis don Manuel tomaba entre sus manosardientes la cabeza gentil de la niña y, mirando en éxtasis sus ojosgarzos y profundos, le había dicho con fervor:
—Llámame padre…, ¿oyes?… llámame padre.
La niña, trémula, decía que sí.
Y pasado el frenesí de aquellas horas, cuando el caballero, deprimido yamustiado, se hundía en su sillón patriarcal a la vera de la ventana,llamaba a Carmencita, y acariciándole lentamente los cabellos, le decía«a escucho»:
—Llámame padrino, como siempre, ¿sabes?
También la niña respondía que sí.
* * * * *
Aquel día don Manuel sentía en el pecho un dolor agudo y persistente, unzumbido penoso en la cabeza…. ¿Iría a morirse ya?
El hidalgo de Luzmela aseguraba que no tenía miedo a la muerte, quehabiendo meditado en ella durante muchas horas sombrías de sus jornadas,no había salido de sus fúnebres cavilaciones con horror, sino con lamansa resignación que deben inspirar las tragedias inevitables.
Sin embargo, don Manuel estaba muy triste en aquella tarde oscura deseptiembre.
Miraba a Carmen jugar en el amplio salón, con aquel apacible sosiego queera encanto peregrino de la criatura. Todos sus movimientos, todos susademanes, eran tan serenos, tan suaves y reposados, que placía enextremo contemplarla y figurarse que aquellas innatas maneras señorilesrespondían a un alto destino, tal vez a un elevado origen.
Podía fantasearse mucho sobre este particular, porque Carmencita era unmisterio.
En uno de sus viajes frecuentes y desconocidos, trajo don Manuel aquellaniña de la mano. Tenía entonces tres años y venía vestida de luto.
El caballero se la entregó a su antigua sirviente, Rita, convertida yaen ama de llaves y administradora de Luzmela, y le dijo:
—Es una huérfana que yo he adoptado, y quiero que se la trate como sifuera mi hija.
La buena Rita miró a don Manuel con asombro, y viendo tan cerrado susemblante y tan resuelta su actitud, tomó a la pequeña en sus brazos conblandura, y comenzó a cuidarla con sumisión y esmero.
La niña no se mostró ingrata a esta solicitud, y desde el día de sullegada se hizo un puesto de amor en el palacio de L