Produced by Stan Goodman, Paz Barrios and the Online Distributed
Proofreading Team.
#Cuentos de Amor de Locura y de Muerte#
1917
Una estación de amor
Los ojos sombríos
El solitario
La muerte de Isolda
El infierno artificial
La gallina degollada
Los buques suicidantes
El almohadón de pluma
El perro rabioso
A la deriva
La insolación
El alambre de púa
Los Mensú
Yaguaí
Los pescadores de vigas
La miel silvestre
Nuestro primer cigarro
La meningitis y su sombra
#Primavera#
Era el martes de carnaval. Nébel acababa de entrar en el corso, ya aloscurecer, y mientras deshacía un paquete de serpentinas, miró alcarruaje de delante. Extrañado de una cara que no había visto la tardeanterior, preguntó a sus compañeros:
—¿Quién es? No parece fea.
—¡Un demonio! Es lindísima. Creo que sobrina, o cosa así, del doctor
Arrizabalaga. Llegó ayer, me parece…
Nébel fijó entonces atentamente los ojos en la hermosa criatura. Erauna chica muy joven aún, acaso no más de catorce años, perocompletamente núbil. Tenía, bajo el cabello muy oscuro, un rostro desuprema blancura, de ese blanco mate y raso que es patrimonioexclusivo de los cutis muy finos. Ojos azules, largos, perdiéndosehacia las sienes en el cerco de sus negras pestañas. Acaso un pocoseparados, lo que da, bajo una frente tersa, aire de mucha nobleza ode gran terquedad. Pero sus ojos, así, llenaban aquel semblante enflor con la luz de su belleza. Y al sentirlos Nébel detenidos unmomento en los suyos, quedó deslumbrado.
—¡Qué encanto!—murmuró, quedando inmóvil con una rodilla sobre alalmohadón del surrey. Un momento después las serpentinas volaban haciala victoria. Ambos carruajes estaban ya enlazados por el puentecolgante de cintas, y la que lo ocasionaba sonreía de vez en cuando algalante muchacho.
Mas aquello llegaba ya a la falta de respeto a personas, cochero y aúncarruaje: sobre el hombro, la cabeza, látigo, guardabarros, lasserpentinas llovían sin cesar. Tanto fué, que las dos personassentadas atrás se volvieron y, bien que sonriendo, examinaronatentamente al derrochador.
—¿Quiénes son?—preguntó Nébel en voz baja.
—El doctor Arrizabalaga; cierto que no lo conoces. La otra es lamadre de tu chica… Es cuñada del doctor.
Como en pos del examen, Arrizabalaga y la señora se sonrieranfrancamente ante aquella exuberancia de juventud, Nébel se creyó en eldeber de saludarlos, a lo que respondió el terceto con jovialcondescencia.
Este fué el principio de un idilio que duró tres meses, y al que Nébelaportó cuanto de adoración cabía en su apasionada adolescencia.Mientras continuó el corso, y en Concordia se prolonga hasta horasincreíbles, Nébel tendió incesantemente su brazo hacia adelante, tanbien, que el puño de su camisa, desprendido, bailaba sobre la mano.
Al día siguiente se reprodujo la escena; y como esta vez el corso sereanudaba de noche con batalla de flores, Nébel agotó en un cuarto dehora cuatro inmensas canastas. Arrizabalaga y la señora se reían,volviéndose a menudo, y la joven no apartaba casi sus ojos de Nébel.Este echó una mirada de desesperación a sus canastas vacías; mas sobreel